Negocios Veraniegos (Cuento)


El día se presentaba bueno para hacer negocios. Se habían anunciado 33 grados, así que seguramente las ventas de helados subirían bastante. El Rober se había levantado a las cinco de la mañana, se había puesto su tenida de trabajo -buzo y cortavientos imitación Nike, zapatillas de caña alta y camiseta musculosa- y se había dirigido a la distribuidora para conseguir las primeras cajas de helados que salieran de los camiones. Había que empezar a subirse a las micros cuando el calor se hiciera más fuerte, alrededor de las once de la mañana, hora en que empezaba a dar sed y los pasajeros estaban más dispuestos a desembolsar los 150 pesos que costaban los sabores de chocolate, de frutilla, de vainilla, y los de agua. Así que después de regatear el precio al mayoreo por las cuatro cajas que iba a vender, y dejarlas en la bodega hasta la hora apropiada, el Rober pasó al quiosco ubicado al frente de la distribuidora, compró un café y un par de sopaipillas, las aderezó con harta mayonesa y ketchup, y se sentó a disfrutar del desayuno en la cuneta.
En la primera micro le fue bien. Era buena señal. En la noche tenía que juntarse con el Marquez. El Rober lo conocía bien. Vivían en la misma calle y habían ido juntos al colegio, y los dos se salieron al terminar el quinto año de básica para comenzar el aprendizaje de la calle, donde a poco andar el Marquez demostró su valía con creces, dejando muy atrás al Rober, quien no tenía las habilidades innatas que marcan la diferencia entre ser un lanza de poca monta y un choro con todas las de la ley. El Marquez era heavy, había que andarse con cuidado con él y con sus socios. Todos en el barrio sabían que el Marquez se había echado a varios tipos durante su ascenso al poder máximo de la distribución de pasta, hierba y papelillos en la población. Hacía negocios en grande el Marquez. A su casa, que quedaba a dos cuadras de la del Rober, siempre llegaba gente en autos grandes y limpiecitos, escoltados por uno de los integrantes de la banda. Luego, el ritual era siempre el mismo: el Marquez escuchaba atentamente lo que su subordinado le decía al oído, después subía al auto, conversaba con el conductor mientras se fumaba un cigarrillo, se inclinaba hacia un costado, luego se enderezaba, y finalmente salía del auto a recuperar su lugar en la esquina, mientras el vehículo se alejaba de la casa escoltado por el mismo lugarteniente que lo había guiado hacia el interior de la población.
El Rober tenía que pagarle al Marquez. Hace un tiempo no había cumplido la misión de ir a dejar un paquete al centro. Andaba muy acelerado ese día y en vez de entregar la encomienda, se fue en la volada, se aspiró todas las líneas, se fumó todos los pitos que había en el paquete y anduvo perdido dos días. Cuando finalmente los carabineros lo dejaron en la casa, con citación al tribunal por vagancia, el Marquez lo estaba esperando al frente, rodeado por sus socios bajo la luz del poste que alumbraba parte de la calle. Caminaron hacia la plaza donde quedaban los esqueletos de unos juegos para niños que la municipalidad había inaugurado hace diez años. El Rober quedó al medio del círculo formado por el Marquez y sus colaboradores. Uno de ellos lo hizo arrodillarse presionándole suavemente el hombro. Después sintió el frío de la hoja sobre la nuez de su garganta y oyó la suave voz del Marquez por su espalda, preguntándole dónde estaba la plata. Le dijo la verdad. Sabía que el Marquez detestaba a los que trataban de engrupírselo. Después se preparó a recibir el corte final.

-“Estamos mal pos, Rober”.
-“Sí poh”.
-“¿Y qué vamos a hacer?”
-“No... igual...”
-“La cagaste feo, hermano. Por menos se han ido otros huevones, ¿cachai?”
-“No, si cacho. Igual me fui en la volá. Hay que apechugar no más”.

La presión de la hoja sobre la garganta se hizo más fuerte, y el Rober cerró los ojos. Después de lo que pareció ser un día, pero que en realidad sólo fueron unos segundos, el Marquez habló de nuevo:

“Sabís que igual te voy a dar otra oportunidad, culiao. Tráeme las monedas el lunes y capaz que te de la pasá. Tenís un cabro chico, huevón. ¿No pensaste en esa huevá?”
-“Sí, igual. Después”.

La hoja sobre la garganta del Rober dejó de presionar.

-“Ya, conchetumadre. Te salvaste por ahora. Igual tu vieja es buena onda. Empieza a conseguirte las monedas y capaz que salgai con un corte no más. Tenís cueva. Me pillaste en buena. ¡Ya, te fuiste!”

Ese episodio había ocurrido una semana antes. Ahora eran las cinco de la tarde y esta era la última micro. Estaba buena la cosa. Con la plata que había ahorrado, y que se la había pasado a la Negra para no irse en la volada de nuevo, el Rober ya tenía lo suficiente para pagar su deuda con el Marquez. Total, un corte no era nada. Tenía varios en la cara y el cuerpo, así que no era para tanto y se curaban luego. Además la venta de helados era más segura e igual daba algo de plata todos los días, así que había que pensar en seguir en esa onda y empezar a evitar otros “encargos” o formas alternativas de hacer monedas. Los lanzazos en el centro estaban muy funados. Mucho paco de civil y mucha cámara, así que irse en cana se había hecho muy fácil.
Esta micro era la peor a la que se había subido. Aparte de venir llena, tenía un olor a vómito que se extendía por todo el interior con una pestilencia persistente, que impregnaba la ropa y se mezclaba con el sudor de los hombres, mujeres y niños que se apilaban en el estrecho pasillo por donde el Rober avanzaba, voceando el producto mientras equilibraba la caja con los helados de agua, que eran los más apropiados para ese momento, cuando la temperatura en la ciudad se elevaba al máximo durante el verano. Al acercarse al fondo del bus, el Rober divisó a una joven mujer que llevaba en sus brazos a un niño sudoroso y jadeante, de unos tres años. La cara del mocoso estaba roja debido al calor y al llanto persistente que salía de su boca muy abierta. La mujer trataba vanamente de calmarlo, meciéndolo en su regazo y acariciándole la frente con una pequeña toalla. Sin embargo, nada parecía dar resultado con el niño. Los sollozos ascendían de volumen a cada momento, transformándose en una especie de alarido que contribuía a hacer más espesa la atmósfera al interior del bus. Los pasajeros miraban a la mujer y al niño con gestos de fastidio, y algunos oteaban casi con desesperación por las ventanas hacia la calle, deseando que el viaje terminase de una vez y poder bajarse de aquel tubo sofocante, lleno de cuerpos destilando sudor, de frentes mojadas por gotas que caían sobre los hombros de los que iban sentados y de pie, aferrados a los postes y manillas de los asientos, envueltos en el olor del vómito que lanzaba sus efluvios cada vez que las puertas se abrían para tragar o expulsar personas.
El Rober miró a su alrededor y luego se fijó en el niño y su madre. Era parecido al Rober chico, y pensó que tenían la misma edad. Se acordó del álbum de Pokemon que el Marquez le había regalado al niño la navidad pasada, y de lo contento que se había puesto el Rober chico cuando empezó a pegar las figuritas con la ayuda de la Negra, sentados en el comedor de la casa, después de haber regado el piso para que no se levantara polvo. Miró a la señora sentada al lado de la madre con el niño. Parecía a punto de desfallecer de angustia, mirando con los ojos muy abiertos por la ventana, tratando de alejarse aunque fuera unos pocos centímetros del niño que berreaba con más y más fuerza y al cual su madre ya había dejado de mecer y acariciar.
Sin decir nada, el Rober le pasó un helado de sabor a piña al niño. Se acordó que al Rober chico le gustaba ese sabor. El mocoso se calló de improviso,miró sorprendido la paleta que el Rober le mostraba, y luego la agarró con su mano regordeta. La mujer hizo un gesto para buscar dificultosamente el dinero en su cartera y pagarle al vendedor, pero el Rober negó con la cabeza y le pasó otro helado a la mujer, que le agradeció con voz cansada y aliviada. Luego la señora del lado recibió su respectivo helado, y aunque al principio trató de negarse, mirando con desconfianza la cara morena y sudorosa del Rober, finalmente aceptó el regalo y empezó a sorber la paleta con fruición mientras la expresión de angustia que mostraba su cara hace unos minutos desaparecía lentamente. Siempre en silencio, el Rober repartió todo el contenido de la caja entre el resto de los pasajeros del fondo del bus. Luego se acercó a la puerta trasera, para descender de un salto a la vereda cuando el conductor disminuyó la velocidad antes de doblar por San Francisco, con destino a San Joaquín.

Eran casi las once cuando el Rober llegó de vuelta a la casa. Había pasado a tomarse unas cervezas con otros heladeros en un bar de la población antes de irse caminando por entre el laberinto de calles que conducían hacia el centro de la comuna. Llevaba en el bolsillo del buzo veinte mil pesos que había ganado por los helados. Saludó a su madre que estaba mirando la televisión y le pasó el dinero, diciéndole que se lo diera a la Negra en la mañana para comprarle ropita al niño. Después entró a la pieza donde dormía la negra con el Rober chico. Sin despertarlos, se sacó el buzo, las zapatillas y la camiseta y se enfundó unos blue jeans negros y un polerón muy ancho de color rojo. Las zapatillas de caña alta fueron reemplazadas por un par de bototos que usaba sin anudar los cordones. Luego volvió al comedor, se sentó en el destartalado sofá y encendió un cigarrillo mientras la madre contaba los billetes y apretaba el pinche que le sujetaba el pelo, tachonado de hebras grises que contrastaban con la negrura azabache del resto de la cabeza.

-“¿Y vos vai a salir de nuevo? ¿No venís llegando?”
-“Capaz, pos”.
-“¿En que andai vos”?
-“En nada. ¿En que voy a andar? Trabajando, pos”.
-“El Marquez te está esperando. Dijo que quiere hablar con vos”.

Transcurrieron unos segundos mientras el Rober miraba fijamente la pantalla del televisor.

-“Ah, ya. Bueno, voy pa`llá entonces”
-“Quizás en que andai vos juntándote con el Marquez”.
-“No ando en nada, vieja. Ya, pásale las monedas a la negra. No sé a que hora voy a llegar. Pero le pasai la plata, ¿ya?”
-“¿Y a vos que te ha dado por ser tan generoso? Ya, llega a una hora decente alguna vez. Mañana vamos a comprar con la negra y el cabro chico”.
-“Ya, buena onda. Nos vemos, vieja”.

El Rober se levantó del sofá, se dirigió a la puerta, salió a la calle y empezó a caminar, levantando polvo con los bototos sin anudar. En la esquina, bajo la luz del poste, esperaban el Marquez y sus socios. La noche era fresca, muy agradable para salir a caminar con los amigos.




Santiago, Mayo 2001

Comentarios

Anónimo dijo…
Queridisimo:

Bastante interesante y bueno el relato, un verdadero bálsamo para los ojos, mis ojos que estan hartos de leer tanta bazofia de Allende y otros de su especie, lo único que puede leerse por acá en lo que según denominan ciertos diarios de la prensa chilena "el país del norte" ( Es solo uno??? ).

Me gusto el cuento, refrescante en el momento justo, en el que más se necesita, como el mencionado chocopanda vendido en las micros. !Gracias por el regalo de tu relato!.

Visito regularmente tu blog y aunque no tenga siempre el tiempo de comentar o dejar mi opinión, quiero que sepas que tu espacio esta permanentemente en mis retinas. ;)

Un saludo, cariños y nos hablamos pronto.
Anónimo dijo…
Querisimo:

Olvide un dato, o a lo mejor ya lo sabes, pero date una vuelta por la pagina del Chere:

http://elchere.blogspot.com

En mi opinion es bastante entretenida, y tambien comentan de cine. Eso no mas seria...


Saludos...
Unknown dijo…
Gracias por la visita,
estamos visitándonos....

Te recomiendo pandora.com, para escuchar música a tu pinta.


saludos
MaLena Ezcurra dijo…
Buen relato.

Tu blog tiene el dinamismo justo.

Beso
MaLena Ezcurra dijo…
Buen relato.

Tu blog tiene el dinamismo justo.

Beso
Gracias por compartir tu espacio, te estaré leyendo y releyendo...

Shyvy
pilarica dijo…
Este cuento urbano me impactó, y al mismo tiempo me anima para explorar más este tipo de literatura. Gracias por el estímulo,
María del Pilar

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